En mi vida hay pocas cosas que voy manteniendo a lo largo de los años. Sea por mi culpa o sea por las circunstancias, los lugares y las personas que he ido conociendo las mantengo en la memoria pero ya no forman parte de mi presente.
En toda esta rutina de idas y venidas hay un lugar que se mantiene presente, inalterable, como inalterables, también nos mantenemos todos los que allí pertenecemos. Ese es el apartamento que compraron mis abuelos cuando se jubilaron. Allí es donde la mitad de los primos veníamos de lejos a veranear, destrozando la calma de sus vidas y, el lugar de encuentro del resto de la familia.
Hoy sigue prácticamente igual, aún faltando mis abuelos, el lugar conserva toda la belleza de tantos años y seguimos los mismos, más viejos quizás pero, eso no importa y algunos agregados, maridos, esposas, novios, novias, hijos...
Las familias son así, las reglas permanecen inalterables, nuestros nombres desaparecen y sólo se escuchan diminutivos y apodos que sólo esas cuatro paredes conocen. Allí volvemos a ser los mismos, el resto de nuestra actual vida se queda fuera como si no existiera y algo de mágico tiene que tener esa casa…
Será porque es el único balcón dónde se acuesta el sol.
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