Esa es una pregunta que ya la borré hace mucho de mi cabeza, justamente porque no sé responderla.
No soy el único. En el transcurso de todos estos años, he convivido con todo tipo de personas: ricas, pobres, poderosas y acomodadas. En todos los ojos que se cruzaban con los míos, siempre me pareció que faltaba algo – e incluyo a los guerreros, y a los sabios, gente que no tendría nada de qué quejarse.
Algunas personas parecen felices: simplemente, no se plantean el asunto. Otras hacen planes: tendré un marido, una casa, dos hijos, una casa de campo... Mientras se encuentran ocupadas realizando esa lista, son como toros embistiendo: no piensan, sólo avanzan. Consiguen su coche, a veces consiguen hasta su Ferrari, les parece que en eso consiste el sentido de la vida, y no se hacen nunca la pregunta de arriba. Pero, a pesar de todo, los ojos arrastran una tristeza de la que estas personas ni siquiera son conscientes.
Yo no sé si todo el mundo es infeliz. Lo que sé es que las personas están siempre ocupadas: trabajando más tiempo del que les corresponde, ocupándose de los hijos, del marido, de la carrera, del diploma, de lo que harán al día siguiente, de lo que hay que comprar, de lo que hay que tener para no sentirse inferior, etc.
Pocas personas me dijeron: “Soy infeliz”. La mayoría me dice: “Estoy de maravilla. Conseguí todo lo que quería”.
Entonces, les pregunto: “¿Qué es lo que te hace feliz?”
Me responden: “Tengo todo lo que cualquiera puede desear: familia, casa, trabajo, salud...”
Les pregunto de nuevo: “¿Alguna vez te paraste a pensar si eso era todo en la vida?”
Y responden: “Sí, eso es todo”.
Insisto: “En ese caso, el sentido de la vida es el trabajo, la familia, los hijos que crecerán y acabarán marchándose, la mujer o el marido que con el tiempo se transforman más en amigos que en auténticos enamorados. Y el trabajo terminará un día. ¿Qué harás cuando llegue ese momento?”
Llegados a este punto, no me responden. Se van por las ramas. Pero siempre queda algo escondido: el empresario que aún no hizo el negocio que soñaba, el ama de casa a la que le gustaría disponer de más independencia y más dinero, el que acaba de conseguir su título en la facultad se pregunta si fue él quien escogió sus estudios o si alguien los eligió por él, al dentista le habría gustado ser cantante, el cantante hubiera querido ser político, el deseo del político era ser escritor, y el escritor es un labrador frustrado.
En la calle donde escribo esta columna y observo a las personas que pasan, apuesto a que todo el mundo esta sintiendo lo mismo. Esta mujer tan elegante dedica sus días a intentar parar el tiempo, controlando la báscula, porque piensa que de eso depende el amor. En la acera de enfrente se ve a una pareja con dos niños. El hombre y la mujer viven momentos de intensa felicidad cuando salen a pasear con sus hijos, pero al mismo tiempo el subconsciente se preocupa del empleo que podría faltar un día, de las tragedias que pueden llegar en cualquier momento, y piensa en cómo librarse de ellas, cómo protegerse del mundo.
Hojeo las revistas de famosos: todo el mundo riéndose, todo el mundo contento. Pero como frecuento este medio, sé que la realidad es otra: todos aparecen riendo o divirtiéndose en la foto, en aquel momento, pero por la noche, o por la mañana, la historia es diferente. “¿Qué voy a hacer para seguir apareciendo en las revistas?” “¿Cómo voy a disimular que ya no tengo el dinero suficiente para mantener esta vida de constantes lujos?” O “¿Cómo hago para aumentar mi lujo, para hacerlo más llamativo que el de los demás?” “La actriz con la que aparezco en esta foto, riéndonos las dos, celebrando algo, ¡mañana me puede robar el papel!” “¿Estaré mejor vestida que ella? ¿Por qué sonreímos, si nos detestamos?”
En fin, me quedo con los versos de Jorge Luis Borges: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo”.