"puede decirse que son tres las cualidades decisivas para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la distancia. Pasión, en el sentido de darle importancia a las cosas reales; responsabilidad que guíe la acción de manera determinante y, sentido de la distancia (la cualidad psicológica decisiva para el político), necesita esa capacidad de dejar que la realidad actúe sobre sí mismo con serenidad y recogimiento interior, es decir, necesita de una distancia respecto a las cosas y las personas.
La política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a la política, si no quiere ser un frívolo juego intelectual sino una acción auténticamente humana, sólo puede nacer y alimentarse de la pasión.
En el terreno de la política sólo hay, en última instancia, dos clases de pecados mortales: el no volcarse en las cosas y la falta de responsabilidad, que con frecuencia es idéntica a aquélla, aunque no siempre. La vanidad, esa necesidad de ponerse a sí mismo en el primer plano lo más visiblemente posible, es lo que con mayor fuerza conduce al político a la tentación de cometer uno de esos dos pecados, o los dos. Y el demagogo, tanto más por cuanto está obligado a tomar en cuenta los efectos que él produce, se halla en continuo peligro de convertirse en un actor y de tomar a la ligera su responsabilidad por las consecuencias de sus acciones, preocupándose sólo por la impresión que produce.
Aunque el poder sea el medio ineludible de la política, o más bien, precisamente porque el poder es el medio ineludible de la política y porque la ambición de poder es, por ello, una de las fuerzas que impulsan toda política, no existe deformación más perniciosa de la energía política que el fanfarronear del poder de un advenedizo."